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"La televisión ha hecho maravillas por mi cultura.
En cuanto alguien enciende la televisión, me retiro y leo un buen tebeo".

(Groucho Marx, de niño)


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martes, 17 de agosto de 2010

Encuentros en la ciudad condal

Vamos con otra vivencia más, de esas que merecen la pena recordarse. Esta transcurrió en la ciudad condal, o sea, Barcelona, allá por 1999, año ya lejano. Parece mentira como pasa el tiempo. Por aquel entonces, como ya es sabido, yo era un declarado mangaka, que no manguti, que pasaba las horas muertas del día entre yakuzas, ninjas, cyborgs y chicas muy guapas, de insinuantes formas, mientras la vida real transcurría en otro plano paralelo, o perpendicular al mío. Y ni tal mal, oye, que era feliz y me lo pasaba en grande aunque, eso sí, no me comía una rosca. Vamos, ni una ni media.
En ese tiempo yo pasé a la Universidad. Quería estudiar periodismo pero mi nota no daba para ingrasar en el olimpo de los medios de comunicación, así que me conformé con una licenciatura que lo único bueno que me dio -eso sí, muy bueno- fue una novia, que ahora es mi mujer. Pero esta es otra historia. Como digo, entonces estaba yo en la uni, que era como decir en una fauna repleta de personas y personajes de lo más variado. De entre ellos, los que más me impresionaban eran las féminas, más por admiración que por recelo. Y es que, todo hay que explicarlo en esta vida, yo venía de un colegio de lo más carca, aunque con algún que otro buen tío, en el que habían transcurrido once añazos de mi vida entre imberbes mozalbetes obsesionados por el sexo. Y es aquí cuando debo rendir tributo a la que para mí fue la gran terapia de aquellos años: RTL. ¡Vielen dank!
Los años universitarios estuvieron bien, en serio. Buena gente, algún/a que otro/a buen/a profesor/a... y mucha bohemia en la que, por cierto, me he quedado, y a mucha honra. Leí mucho en esos años, y no me refiero a los manuales de las asignaturas, algunos de los cuales valían por todo el semestre de tortura en las aulas, y otros en cambio no llegaban a la altura del zapato de las magistrales clases que se cascaban algunos docentes, aunque eran los menos.
Fueron años de autoaprendizaje, más que de aprendizaje, a base de leer bibliografía recomendada y no recomendada, y mucha literatura y muchos, muchos cómics. Es por ello - estaba cantado ya que el cuerpo me pedía marcha- que la visita al Salón del Cómic de Barcelona se me antojaba como algo necesario. Necesario en un sentido existencial.
No sé muy bien cómo, pero conseguí que mis padres me llevaran hasta la ciudad olímpica en compañía de un primo mío, también forofo de los cómic y persona de buen gusto. Sí, ya sé que suena un poco a niño de papá eso de ir con los progenitores hasta allí, pero qué leches, así me aseguraba el transporte en preferente y los gastos de manutención que, por si no ha quedado claro, yo estaba en la bohemia más literal. Y no la de postal, la de esos que van de bohemios pero que pagan con la VISA, sino la de los que no ven un real ni aunque paguen por ello.
La verdad es que tenía muchas esperanzas en aquel Salón del Cómic que, como otros de aquella época, estaba monopolizado por el manga. Amén. No obstante, algo sucedió durante esa visita que me cambiaría la vida, entiéndase, en tanto que aficionado al cómic. Y es que de camino a Barcelona, tuve ocasión de leer en la prensa una entrevista a Julio, el de TBO, en la que, además de dar una visión profesional del panorama del cómic, recomendaba una serie de títulos. Pero no adelantemos acontecimientos, que si no perdemos la trama de la historia.
El Salón me fascinó desde que entré en la estación de Francia. Gente, gente y más gente. Cómics, cómics y más cómics. Manga, manga y más manga. El paraíso terrenal, sin duda. Huelga decir que a nada que entramos en el espacio mágico del salón, mi primo y yo hicimos mutis por el foro y plantamos a mis padres y a mi hemanico de once años en la puerta... y allí se quedaron hasta que unas seis horas más tarde aparecimos repletos de cómics. Como es fácil de imaginar, la bronca que nos echaron nos entró por un oído y nos salió por el otro.
Recordando, recordando, recuerdo que compré varios volúmenes de manga: el número 1 de Gon, de Tanaka, cuyo virtuosismo gráfico y la frescura del guión me impresionaron; Pineaple army, de Kayuza Kudo y Naoki Urasawa, que, pese a algunas críticas que tuvo, a mí en conjunto me gustó; una sierie corta de tres números de Gun Smith Cats, de Kenichi Sonoda, sin más comentarios; y un número de la adaptación del anime de San Hayao Miyazaki, Porco Rosso, ante cuya figura porcina, por cierto, me hice una foto que, por ahorraros el trago, prefiero no publicar. Todos estos ejemplares, y alguno más que no recuerdo o no encuentro por ningún lado, excusado es decir que podían localizarse fácilmente en Pamplona pero nadie me discutirá que cualquiera se resiste a la tentación compulsiva de consumir cómics en un salón de ídem. Vamos, es que es como ir al Ikea y no comprar aunque sea el imprescindible vaso de chupito, ojo, para cuando vengan los amigos a casa.
Todas estas compras estuvieron bien, claro está, pero, como ya he adelantado, algo pasó en aquel salón que me haría cambiar mi perspectiva del cómic y dejar gradualmente de consumir mangas, aunque reconozco que no lo he hecho del todo. Y es que la cabra siempre tira pal monte. La cuestión es que en la anteriormente referida entrevista a Julio, éste recomendaba varios títulos, para él imprescindibles, de la historia del cómic, entre los que mencionaba al marino por antonomasia de la historieta... Un, dos, tres, responda otra vez: Corto Maltés. Y yo me dije, pues si lo dice Julio, por algo será. Además, resulta que en aquel curso de cómics del que ya hable, impartido en la Casa de la Juventud de Pamplona, ya se nos había comentado su importancia y calidad. Eran, por lo tanto, muchas coincidencias como para dejar pasar aquella señal. Así que busqué, busqué y finalmente encontré en un stand -seguro que en otros también lo hubiera hallado-, algún ejemplar del inmortal personaje de Pratt, y me decanté por un tomo de Las Helvéticas. Sí, ya sé que empezar a conocer a Corto Maltés por esta aventura es un poco extraño. Yo soy más partidario de empezar por el principio, es decir, La balada del mar salado, pero compréndase que entonces no conocía nada de él y me incliné más por una historia en color que por otra en blanco y negro.
La verdad es que me llamó la atención por el argumento y el modo de narrarse, tan absolutamente diferente del género manga al que yo estaba familiarizado, y devoré aquella aventura de un tirón el mismo domingo que regresamos a Pamplona. Aquella noche, durante un tiempo, acompañé al marino en su onírico viaje por las leyendas de Helvetia.
No es turno ahora de hablar de Corto Maltés, al que voy a dedicar una especial atención en las siguientes entradas. Tan sólo diré que entonces, en aquel Salón del Cómic de Barcelona, me encontré, casí de casualidad, con un buen amigo que me ha acompañado durante muchos años desde entonces y me ha hecho vivir intensas y emotivas aventuras por los confines más insospechados.
También he de decir, ya para finalizar, que en aquel salón adquirí una recopilación de las aventuras o más bien travesuras del Gato Fritz, el cabroncete felino creado por Crumb. Hacía algún tiempo que había tenido ocasión de ver en la televisión, a altas horas de la madrugada, la cinta de Ralph Bakshi y qué queréis que os diga, quería conocer la fuente. Además, recuerdo que en el mencionado curso de cómics también se nos habló de este personaje e incluso se proyectaron algunas de sus páginas. Otra señal... Si es que, el que no tiene fé es porque no quiere o no busca bien. También dedicaré atención a este personaje y a algo del cómic underground, pero igualmente será otro día.

Iñaki