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"La televisión ha hecho maravillas por mi cultura.
En cuanto alguien enciende la televisión, me retiro y leo un buen tebeo".

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jueves, 16 de septiembre de 2010

De como todo empezó en Helvecia


Sin duda, ha sido un mes difícil... ¡y lo que queda! Pero hay que ponerse manos a la obra, que si no el cerebro se atrofia, más si cabe.
Dejé mi relato en un punto crucial de mi vida como aficionado al cómic: el momento en el que el azar quiso que conociese a Corto Maltés, posiblemente el personaje que más aprecio de todos los que se han plasmado en el papel. Su aspecto de dandy, su aparente despreocupación, su obstinada implicación en aquello que merece la pena, su valentía y su fidelidad a sus amigos -y compasión con sus enemigos- son notas que sin duda atraen a cualquiera.
Como ya dejé señalado, llegué a Corto Maltés a través de una entrevista en la prensa navarra y de una recomendación que en ella se hacía. El escenario del encuentro fue el Salón del Cómic de Barcelona -¿cabe mejor lugar para ello?- y la obra que inició mi contacto fue Las Helvéticas. No es, desde luego, la mejor manera de adentrarse en el universo maltés, pero su portada -de la edición Totem- con aquellas tres bellas y lozanas jóvenes y el uso del color a la acuarela, que es un primor, me cautivaron fácilmente.
La historia arranca, como las buenas historias, con un hecho más o menos trivial. En este caso el marino -que aquí no verá el mar- y su amigo, el profesor Steiner, se dirigen a Montagnola del Tesino (Suiza) para visitar a Herman Hesse, sí, el escritor. Como digo, algo trivial en apariencia. Porque en realidad la visita se va a convertir en un viaje por los mitos de la alquimia, de Paracelso, el Santo Grial, Klingsor -aquel caballero que se castró a causa de su líbido, uf!-, el relato de Parsifal, etc.
Llegados a la casa del escritor, éste no aparece, pero Corto y Steiner son recibidos por un jovenzuelo que se hace llamar Klingsor -mmm!- y que a la pregunta de Corto de "¿cuántos años tiene usted?", él responde: "cuatro, pero también podría tener setecientos trece". Es más, a las pocas viñetas, mientras el joven y el marino caminan por la casa, el primero revela otra verdad no menos oscura: "¡Soy Herman Hesse, el escritor!". Y, más aún, cuando trata de convencer al perplejo Corto, comienza a encoger para terminar formando parte de una pinceladura en la pared en la que aparecen representados diversos personajes ataviados con trajes medievales. Su explicación -"lo que ocurre es que soy una proyección de la imaginación de H. H. y de la del sumo poeta medieval "Escehnbach", que se materializa en esta casa donde el escritor trabaja..."-, no termina de sacarnos de nuestro asombro. Recuerdese que este era mi primer contacto con la obra de Pratt. No seguiré revelando detalles argumentales para no importunar al futuro lector de esta historia pero añadiré que cuando Steiner regresa a escena -se había ido a telefonear- encuentra a un Corto Maltés hablando sólo y, encima, refieriendo unos dibujos de una pared que, a decir verdad, se encuentra vacía.
La historia, ya comenzada, alcanza su clímax cuando Corto Maltés acude a la pensión Morfeo -curioso nombre- y, tras regalar a la joven Erica un vestido rojo y darse una reconfortante ducha, se dispone a leer el relato épico Parsifal, que ha cogido prestado de la casa de Hesse, haciendo caso de un consejo que le ha dado una de las "imágenes" de la pared: "Basta leer un libro de nuestros cuentos metido en la cama a eso de la medianoche y repasar el mismo renglón hasta que se deje de comprender el sentido (...) y es entonces cuando se puede entrar en la leyenda, para despertarse en un sueño mágico".
Dicho y hecho, Corto Maltés lo hace en un abrir y cerrar de ojos y aparece inmerso en un sueño por los mitos helvéticos, tratados con respeto pero con cierta ironía. De manos del mismísimo caballero Klingsor, y tras superar no pocas pruebas, terminará bebiendo ni más ni menos que de la fuente de la rosa sirviéndose para ello del Saint Grial, que a diferencia del best seller de Brown, no es una mujer sino un cáliz.
El hecho, que para el marino no es sino un medio para saciar su sed con "agua fresca de manantial" desencadena sin embargo una consecuencia, que le es expuesta por el mismísimo Satanás: al beber de la fuente de la eterna juventud, Corto se a convertido en un "perenne", pasando así a formar parte de la familia infernal. Obviamente, le llevará la contraria, de manera que será preciso contar con la decisión inapelable del tribunal infernal, que suena poco alentador, formado por lo mejorcito de cada casa: Kain, el bíblico fratricida; Judas Iscariote, el traidor; Balal de Sennar, que quiso llegar al cielo con la Escalera de Babilonia y la terminó liando, al menos en términos lingüísticos; el Mago Merlín; Eva, la de la manzana -pobre, siempre se lleva la peor parte y eso que no está comprobado que fuera ella la primera en caer en la tentación..., ni siquiera está probado que hubiera tentación..., ni fruto prohibido..., ni serpiente..., ni árbol..., en fin; Juana de Arco y su compañero de armas Gilles de Rais; el papa Clemente V; Dick Turpin; y, tachán, tachán, Rasputín, a quien por entonces yo no tenía el gusto de conocer.
No voy a seguir describiendo el argumento. Quede claro que lo expuesto quiere insistir en la sorpresa que me causó este mi primer contacto con Corto Maltés. A decir verdad, se trata de una buena historia en la que se apuntan algunos detalles sobre la personalidad y las relaciones del marino que, con el tiempo, fui perfilando. Por un lado, su fina ironía, su carácter afable aunque dispuesto a la pelea a las primeras de cambio, su cultura y su pasión por lo mágico, etc. Por otro lado, su relación con dos personajes entrañables, cada uno a su estilo. El primero, el viejo académico Steiner, al que conoció por primera vez -luego lo supe- en la historia "El secreto de Tristán Bantám", de Bajo el signo de Capricornio; el segundo, Rasputín, cuya relación perdura -no se sabe muy bien cómo ni porqué- desde la guerra ruso-japonesa de 1904-1905.
La historia también me descubrió a un dibujante en su fase más sintética y con un dominio claro de la acuarela. Porque todo hay que decirlo -y en esto le doy toda la razón a Rosa- Pratt es un magnífico dibujante pero, si cabe, aún un mejor acuarelista.
Animo y mucho a la lectura de la historia de Las Helvéticas, aunque eso sí, que nadie intente penetrar en el mundo de la magia con el metodo usado por Corto... sólo da dolor de cabeza.

Iñaki