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"La televisión ha hecho maravillas por mi cultura.
En cuanto alguien enciende la televisión, me retiro y leo un buen tebeo".

(Groucho Marx, de niño)


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viernes, 6 de noviembre de 2015

Ragemoor, horror en las entrañas de la bestia

La silueta de un oscuro castillo sobre un escarpado precipicio que da al mar. “Castillo de Ragemoor. Fortaleza. Centinela. Guardián. ¡Prisión!” Herbert, con rostro serio, expresa: “No deberíais haber venido”. Esto me ha bastado para adentrare en esta inquietante historia de Jan Strnad y Richard Corben. ¿Inquietante?, no, más bien sobrecogedora.
Llevaba tiempo queriendo escribir esta entrada sobre esta obra, de Dark Horse Books, publicada por Norma Editorial en 2013. El destino ha querido que la publique al tiempo que en los cines se proyecta La cumbre escarlata, de Guillermo del Toro. A ambas les une la presencia inquietante de la casa como escenario pero, sobre todo, como ente vivo que engulle en su trágica existencia a los seres que la habitan. Y en este sentido el relato que nos ocupa me recuerda algo más, aparte de a Poe y Lovecraft, que inspiran el guión de Strnad, a títulos emblemáticos del cine gótico como la magistral El terror, (Roger Corman, 1963)  donde el castillo del barón Von Leppe (Boris Karloff) acoge a un joven oficial, interpretado por Jack Nicholson, también obsesionado por una bella y enigmática dama, quien por cierto vivirá igualmente una experiencia sobrenatural en otro edificio emblemático, el de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980). Aunque para casas en las que el terror psicológico capea a sus hanchas, esa es The haunting (Ronert Wise, 1963), cuyo remake La guarida (Jan de Bont, 1999), no le hace justicia, aunque te hace pasar la tarde, o La leyenda de la mansión del infierno (John Hough, 1973), de una hondura psicológica hasta ahora inalcanzada o Al final de la escalera (Peter Medack, 1980), gracias a la cual me estremezco cada vez que enfilo unos peldaños. Hay más ejemplos, pero nos vamos de lo principal.
Ragemoor es un soberbio ejercicio de mal rollo. No se salva ni el apuntador, y eso se aprecia desde la primera hasta la última viñeta. Strnad-Corben se complementan a la perfección en esta pequeña joya del terror psicológico articulada en cuatro episodios que bien podrían titularse manifestación, revelación, sumisión y condenación.
La bestia a la que me refiero con el título no es la apocalíptica. Los cuatro jinetes del Apocalipsis parecerían aquí los “caballos que vienen de Bonanza”. La bestia que habita en Ragemoor es antigua como el tiempo y hunde sus raíces en una época milenaria, primitiva y brutal, teñida de sangre de sacrificios ofrecidos a dioses paganos. Y se alimenta del mismo horror que brota de las entrañas de la tierra y que surcó los cielos desde un monstruoso planeta estallado hace eones.
El castillo de Ragemoor vive, crece, evoluciona, mientras en su interior palpita algo oscuro y siniestro... “¡Por las noches oigo cómo las piedras chirrían, una contra otra!, ¡la madera gime una sepulcral canción de tormento y pérdida insoportable! Y por la  mañana descubro una habitación donde antes no había existido ninguna, ¡o un corredor el doble de largo de lo que era el día anterior!”, explica Herbert a su tío mientras éste apura la lumbre de los restos de un cigarro de mala calidad. 
La presencia del castillo y de lo que en él se encierra está presente en cada momento y subyuga a los habitantes de la mazmorra. Ninguno de ellos es honesto..., todos son mezquinos y cobardes, huraños y traicioneros... Desde Herbert, el último de una dinastía de esclavos condenados a vagar por los pasillos del castillo, o su padre, Machlan, un pobre loco que deambula desnudo por los rincones orinando en ellos mientras masculla palabras en una lengua desconocida. El mayordomo, Bodrick, fiel a su amo aunque no sepamos si éste es Herbert o el propio castillo, con el cual está obsesionado... La bella Anoria, una fulana contratada por el tío de Herbert, un avaro ricohombre venido a menos, que desea declarar locos a sus parientes y adueñarse del castillo y de las riquezas minerales que esconde... Tristano, un cazador, aventurero, asalta conventos, que engatusa a Anoria, la cual acaba engatusándole a él demasiado... Todos ellos curiosos en exceso, con los que el castillo se mostrará especialmente inhospitalario.
Pero los habitantes de Ragemoor no viven sólo en las habitaciones sino que también habitan las estancias más bajas y abyectas. Cuando Anoria pregunta a Bodrick por los sirvientes del castillo, a los que no ha visto, éste le explica que “prefieren las sombras y la compañía de sus congéneres”. Nadie comería lo que ellos preparan si se supiese que son insectos gigantes que viven en colmena y  cuya mordedura es un potente veneno. O los babuinos que habitan en los sótanos del castillo y que actúan como primera línea defensiva de éste contra aquello que procede del inframundo...
Todo se explica y todo se entiende página a página.
Para los amantes de lo siniestro y de lo macabro, Ragemoor será un disfrute, pero es más que eso. Se trata de un magnífico homenaje al relato gótico de Poe y Lovecraft y de una historia bien armada y perfectamente elaborada por Jan Strnad a la que Corben dota de una estética claroscurista perfecta. Corben no necesita presentación. Por cierto que últimamente está pilladísimo con los relatos góticos de Poe, que ha adaptado en Los espíritus de los muertos (Plante DeAgostini, 2015). En cuanto a Jan Strnad es un guionista que ha trabajado en Star Wars Republic y Starship Troopers.
Como viene siendo costumbre, dejo aquí algunas páginas de la historia para abrir boca y animaros a su lectura que, espero, os sobrecoja y agriete el ánimo.
 
 
 







lunes, 25 de mayo de 2015

Caminando con Jiro Taniguchi


Llevaba mucho tiempo esperando que se reunieran en un volumen las historias de El caminante, obra cumbre del cómic japonés debida al maestro Taniguchi. Ya hace algún tiempo estos relatos gráficos aparecieron en las páginas de alguna revista española, pero faltaba una edición integral de este trabajo.
Mi primer contacto con Jiroh Taniguchi fue a través de la novela gráfica Hotel Harbour View, con guión de Natsuo Sekikawa, que publicó Planeta De Agostini en 1993. Entonces Manuel Díez señalaba que ambos autores se habían aliado “para darnos un brutal golpe en el estómago”. Y no le faltaba razón. Recuerdo que aquellas dos historias que componían el volumen, en torno a una asesina a sueldo llamada Mariko, me causaron una honda impresión y una sensación de profundo desasosiego, extrañamente mezclada con una morbosa atracción hacia los personajes, el argumento y el dibujo. 
Tuvieron que pasar bastantes años hasta que Jiro Taniguchi volviera a cruzarse en mi camino, pero esta vez a través de una obra totalmente diferente, de un gran intimismo y con la que conecté argumentalmente. Hablo de El almanaque de mi padre, publicada en 2001 y, hasta el día de hoy, uno de los mejores cómics que he tenido ocasión de leer. Aquí Taniguchi no sólo cautiva con un dibujo limpio y muy técnico, sino que comparte con nosotros una historia familiar (autobiográfica en muchos aspectos) de una gran intensidad emocional. El hijo que regresa al pueblo después de muchos años para acudir al entierro de su padre, cuyo trato había perdido, y que se reencuentra consigo mismo y con el recuerdo de su familia y de su progenitor es un argumento quizá recurrente aunque sirve en este caso de guía para un trabajo preciso sobre las emociones y sobre las relaciones paternofiliales. 
Pero es de El caminante de lo que quiero hablar, un título extraño en la historia del manga o, al menos, del manga publicado en España. Pertenece a un género que podríamos definir como "cotidiano", en el que las historias que se nos cuentan, relatos más que aventuras, nacen de la cotidianidad de los personajes, sin más aspiraciones que la de mostrarnos un hecho sin aparente relevancia aunque cargado de gran poesía. Y eso es precisamente lo que nos ofrece este título. 
He dicho que se trata de un título extraño ya que Taniguchi encarna un tipo de género al que no hemos estado acostumbrados en España hasta hace poco. Cuando se publicó Hotel Harbour View las librerías especializadas (TBO concretamente) y algunos kioskos y establecimientos de Pamplona, comenzaban a ofrecer títulos del tipo El puño de la Estrella del Norte, Crying Freeman o Grey. Era un tipo de manga muy concreto, magnífico, en el que la violencia y el sexo ocupaban un lugar destacado. A estos siguieron muchos otros títulos de géneros diversos que en ocasiones saturaron el mercado. Los amantes del manga de primera generación, los que crecimos con los primeros títulos publicados, quizá debido a que íbamos teniendo más edad y nuevas inquietudes, comenzamos a demandar un cómic japonés más realista, que nos permitiera conectar con la realidad cotidiana de la sociedad japonesa, lejos ya de yakuzas, robots, supersaiyajines punkies y colegialas minifalderas. Ya no buscábamos aventuras sino relatos. 
Recuerdo que por aquel entonces me hice con un tomo de Yoshihiro Tatsumi, publicado por La Cúpula, con historias del género gekiga (drama ilustrado), que me revolvieron el estómago. Ahí me pasé de listo aunque reconozco el innegable talento de este autor y la profundidad de sus historias. 
Pero volvamos a El caminante. Todos los relatos que integran esta historia son retazos de cotidianidad, protagonizados por un caminante, un hombre de unos 30-40 años de edad que se detiene a disfrutar de los pequeños detalles que le ofrecen sus paseos diarios. Un pájaro carbonero posado en una rama, la nieve sobre la ciudad, un avión de juguete enredado en las ramas de un árbol, la lluvia que le sorprende a uno sin paraguas, una caracola aparecida en el jardín y que hay que devolver al mar, un camino desconocido, la gente que también pasea o que acude a sus quehaceres, algún encuentro afortunado, etc. Todo es motivo para que este personaje encuentre deleite en pasear y para que nos deleitemos con su paseo. 
Mediante un dibujo exquisito y algunas páginas a la acuarela de gran belleza, compartimos con este hombre el simple y llano placer de sonreir mientras caminamos y observamos lo que nos rodea. Quizá sea esto lo que me atraiga de esta historia ya que yo personalmente paseo todos los días una hora por los alrededores de mi ciudad y me dejo encandilar por lo que sucede a mi alrededor. Ayer sin ir más lejos, mientras el país bullía y se enardecía a causa de la jornada electoral, yo paseaba con mi mujer por caminos entre trigo y cebada y relajaba mis oídos con el trinar de los pájaros. Sí, sé que suena algo cursilón, pero es tan cierto que no puedo negarlo. Además, las jornadas electorales me provocan acidez de estómago. 
Esta conexión puede deberse también a que me encuentro realizando algunas etapas del camino de Santiago  o a que durante años he recorrido los montes de mi pueblo en solitario mientras mis amigos se zambullían en la piscina. No lo sé. La cuestión es que poco a poco he acabado conectando con el protagonista, cuya personalidad se va definiendo. De este modo, nos enteramos de que trabaja en una oficina, tiene esposa pero no hijos, y un perro que se llama Nieve. Además, goza de buena salud y de un sentido del humor fino que le lleva a reírse incluso de sí mismo, uno de los mejores tipos de risa que hay.
El tomo contiene 4 historias cortas más, una de ellas titulada “Origen: hacia una nueva ilusión” que es diferente al resto, en la que indaga acerca de los sentimientos humanos. Además, desarrolla en dos de ellas una especie de realidad paralela a través de la que los protagonistas -el mismo caminante de siempre, creo, aunque más joven o mayor según el caso-, profundizan en sus emociones. Particularmente hermosa es la titulada “Noche de luna” tanto por su argumento como por su tratamiento a la acuarela. 
Como recalca Juan Manuel Díaz en la edición que manejo: “la biografía o las señas concretas del personaje, lo mismo que el lugar en que resida o su carácter real o imaginario, import(a)n poco. Es cualquiera en cualquier ciudad, es tú mismo o tu vecino, es quien hace camino al andar”. La mención a Machado es acertada. Yo por mi parte leyendo El caminante no puedo menos que recordar un haiku con el que siempre me he identificado, debido a Kobayashi Issa (1763-1826):

Con gran sosiego
camino solo, y solo
me regocijo.

Caminos hay muchos, como el genial de Delibes. Otros son de perdición, como el de Max Allan Collins y Richard Piers Rayner (The road to perdition); otros de destrucción y redención, como el incomparable de Koike y Kojima (Lone wolf and cub), inspirador del anterior. Hay caminos de perfección, como el teresiano o el barojiano, y algún otro camino más rancio y de cuestionable santidad. En cualquier caso, el camino lo hace uno mismo, de eso no hay duda, por eso es importante andarlo bien, disfrutarlo y, si es posible, haciendo que otros también disfruten.
Dejo aquí tres imágenes para abrir boca y animo a todos a caminar junto a Taniguchi por los senderos del día a día. 







domingo, 15 de marzo de 2015

Viaje a la Estrella Negra, con Ricardo Barreiro y Juan Giménez

Debo reconocer que llevaba tiempo queriendo dedicar una entrada a esta historia, una de las que más me han gustado siempre. Me refiero a La Estrella Negra, historia de Ricardo Barreiro y  Juan Giménez de 1979 publicada por Glenta ese año y por Toutain Editor en 1985 (esta es la edición que yo manejo). Como ya refería en una entrada anterior, "Los grandes del cómic adulto en España", el espacio fue uno de los temas más recurrentes entre los autores de los años 60 y 70. En esto tuvo mucho que ver la fiebre fílmica vivida entonces con títulos emblemáticos como la genial 2001: Una odisea del espacio (Kubrick, 1968), El planeta de los simios (1968) o la saga de La guerra de las galaxias, iniciada en 1977. A esta fiebre se sumarían además títulos de cómic tan emblemáticos como 5 por Infinito, de Esteban Maroto (ver entrada anterior), Zora y los hibernautas, de Fernando Fernández, La esfera cúbica, de Josep María Bea y otros tantos más. 
Barreiro y Giménez llevan el tema aeronáutico de su As de Pique (realizado también por ambos) al ámbito aeroespacial, desarrollando una historia trepidante en torno a un buscavidas que se ve inmerso en una misión oscura en un entorno no menos oscuro. Speed, el susodicho buscavidas, es ayudado durante su huida de la policía por un misterioso personaje, Braxtor, que le propone un negocio. Para ello debe antes reclutar a varios miembros más para formar el grupo. Los elegidos son Vran, un veterano androide con principios éticos, y Nadia, una piloto de aeronaves sin experiencia en espacio abierto pero que estará a la altura. La misión: viajar hasta una extraña y lejana estrella neutrónica (una especie de agujero negro) en la que Braxtor dejó abandonado un cargamento de osmoviun, un rico mineral que le iba a hacer no menos rico, y en la que hay todo un cementerio de naves espaciales cuya tecnología posee un valor incalculable. El viaje, por supuesto, está repleto de riesgos. Por un lado la estrella se encuentra en un sector galáctico que está bajo el dominio de los Akaj, secta mística de monjes guerreros que predican la muerte y la destrucción total como única forma de salvación, vamos, un atajo de cabras locas voladoras. Además, por otro lado, en la estrella negra, la lluvia radiactiva revive a los soldados muertos durante siglos en forma de zombis, en plan Walking Dead. Y por si fuera poco, resulta que... ¡Bueno, bueno, hasta aquí puedo leer!
Recuerdo con especial nostalgia que conocí esta historia a través de un dominical, cuyos recortes aún conservo como oro en paño. Era habitual que un compañero, C. G., y yo comentásemos las jugadas de las diferentes entregas, flipando en colores con el desarrollo de los acontecimientos: "¡Qué pasada cuando Vran coge a ... y le revienta la cabeza!" Ay, una lagrimita se asoma a mis ojos. 
Creo que este trabajo de Giménez es uno de mis favoritos del cómic en general. Por supuesto que no es comparable a su magna y jodorowskyana casta de los metabarones, pero tiene algo de inmediato y finito, de historia que puedes releer y disfrutar en cualquier momento, que la hace especial. 
A nivel técnico, se trata de una historia más próxima estéticamente Ciudad (historia sobre la que me gustaría comentar algo en otra entrada) o Leo Roa que al preciosismo gráfico de  la mencionada La casta de los Metabarones o de El Cuarto Poder. Es por ello que tiene ese sabor de cómic de los años mozos de Juan Giménez (Mendoza, Argentina, 1943). Aparte, hay que añadir que en La Estrella Negra Giménez se enfrentó por primera vez a un álbum color . Tanto en dibujo como en color, el resultado es magnífico. Si a ello le unimos la acción de la trama y la psicología de los personajes, de un guión bien consolidado por Barreiro, no dudo en reiterar que se trata de una magnífica historia. 
Os animo, pues, a su lectura. Os dejo unas páginas para abrir boca. 











miércoles, 14 de enero de 2015

5 por Infinito igual a Esteban Maroto


A la pregunta de si en el Universo hay vida inteligente, la respuesta es evidente: sí la hay, y además un montón de mujeres hermosas. Esta es la conclusión a la que uno llega después de leer 5 por Infinito, una de las obras cumbre del cómic en España y el principal trabajo del dibujante madrileño Esteban Maroto, que lo comenzó en forma de serie en 1967 y que se prolongó hasta 1969. 
El éxito de 5 por Infinito fue grande tanto en España como en el extranjero, llegándose a publicar en revistas como Delta 99 y Drácula, y en otros países como la revista italiana Lanciostory, la argentina D´Artagnan, la alemana Primo, la portuguesa Topbanda, la sueca Kilroy, y muchas otras, aparte de numerosas reediciones, la mayoría coloreadas, incluida la versión de Neal Adams con el título The Zero Patrol. En 2011, Glenat publicó la historia completa en un tomo de lujo.  



En un principio, Esteban Maroto contó en los dos primeros números con la colaboración de Adolfo Usero, Luis García, Ramón Torrents y Suso Peña. Ya para el tercero, la colaboración se redujo a Usero y Torrents. Fue a partir del capítulo 6, “Las sirenas”, cuando Maroto se encargó del proyecto en solitario, hasta el capítulo 20, el último. Se ha dicho que fue entonces cuando 5 por Infinito alcanzó su plenitud y lo cierto es que el trabajo va madurando progresivamente hasta alcanzar las cotas de genialidad y maestría que lo caracterizan.   
La historia comienza en plan reclutamiento. Un ente intergaláctico llamado Infinito selecciona a cinco humanos con el fin de formar un equipo cuya misión es, ni más ni menos, la de salvar La Tierra. Bueno, esto al principio, porque después el cometido se extiende a todo el Universo. Ahí es nada. Los elegidos para tan mayúscula tarea son Altar, catedrático de Astrofísica y Astronomía, que es expulsado de la universidad por defender en las aulas la teoría de la vida alienígena; Aline, doctora licenciada en Psiquiatría y experta en ciencias ocultas y parapsicología, que presencia la caída de un OVNI mientras asiste a una ceremonia “vudú” en Brasil y, por supuesto, se sube a él; Hidra, estrella de cine, y Sirio, doble de películas de acción y experto en efectos especiales, que son atraídos por una estrella fugaz que se sumerge en el mar de Australia; y, finalmente, Orión, fornido guardaespaldas profesional que, mientras realiza una ronda, también es atraído por un extraño objeto que surge en los bosques de Francia. He dicho cinco. Bueno, en realidad, en un principio los “elegidos” eran cuatro, a excepción de Hidra, que no entraba en los planes pero que como pareja de Sirio termina siendo aceptada. La cosa es que todos ellos aceptan formar parte del equipo y así empiezan las aventuras.



Diré, porque hay que decirlo, que 5 por Infinito es, ante todo, un deleite para los ojos. Cualquier página resulta atractiva (bueno, si no todas, la mayoría) y ello es debido a que el aspecto visual es una de las principales aportaciones de Maroto. Éste parte de la cultura de ciencia-ficción anterior, con Raymond y su Flash Gordon, parido en 1934, como principal ejemplo. Aunque quizá el referente más preciso sea el trabajo de Dan Barry, uno de tantos dibujantes que continuó la serie. Insisto que hablo del cómic y no de la película de 1980 (ejem, ejem). También me viene a la mente la deliciosa Barbarella de Jean-Claude Forest (y aquí también su versión fílmica con Jane Fonda, de 1968), así como trabajos de Guido Crepax, en concreto su Neutrón (1965), que quedaría absorbido por el encanto de la insuperable Valentina. Bueno, estas son sólo unas referencias de tantas que podrían citarse.
Los blancos y negros, las tramas y aguadas, salpicaduras, arabescos y demás recursos decorativos contribuyen a crear la atmósfera galáctica por la que se mueven los héroes y los villanos, que adoptan todo tipo de formas imaginables e inimaginables. Hay fuerzas de energía, seres de carne y hueso, insectos antropomorfos, replicantes, dinosaurios y seres marinos de aspecto imposible, fantasmas y espíritus, seres de apariencia tribal y numerosas referencias a mundos antiguos. Y todo ello sazonado con esa mezcla de acción, intriga, misterio y sensualidad que caracteriza los trabajos de Maroto.  
Las aventuras se precipitan en ocasiones hacia un final que llega de sopetón, acusando en exceso las necesidades del espacio disponible. A veces, las maniobras de los protagonistas para concluir su misión resultan excesivamente casuales y sorprendentes. Pero creo que el encanto de cada aventura no se encuentra en el final sino en el proceso de las mismas y en la manera en que Maroto -y en su caso los colaboradores- desarrolla ese proceso. Así que no se trata tanto de qué nos cuenta sino de cómo nos lo cuenta. Es aquí donde, en mi opinión, radica buena parte del interés de esta obra. Hay en el aspecto gráfico una deuda clara del Modernismo, y no sólo en el arabesco y en el sentido decorativo de la línea, sino también en el aspecto iconográfico, y muy especialmente en la imagen femenina. La cultura visual de 5 por Infinito es desbordante y cautivadora. 
Las reflexiones sobre el ser humano y su condición son abundantes. Una especie de filosofía vitalista subyace en todas las historias, a veces marcadas por un tono maniqueo. Maroto participa de una visión idealista en la que el Bien, con mayúsculas, es posible a pesar de que la maldad campea a sus anchas por el Universo. Pero ese idealismo es aleccionador y se fundamenta en verdades y conceptos nítidos y posibles. Ideas como la paz, la hermandad, la concordia y colaboración entre los pueblos, la solidaridad, etc., son posibles. Sólo basta con quererlo. 
Al final... Bueno, los finales están para leerlos.