19 de mayo de 2010
En mi contacto con los tebeos, llegó un momento en el que las revistas me supieron a poco y necesité una dosis mayor de aquella maravillosa droga infantil. Así que un día me aventuré a comprar uno de aquellos tomos monográficos repletos de aventuras de mis personajes favoritos que me esperaban impacientes en el estante del estanco de mi barrio. Allí adquirí por 140 pesetitas de ná dos volúmenes de la colección Olé. El primero del Botones Sacarino, titulado “Líos de oficina”, y el segundo de Zipi y Zape, que incluía además historietas de Carpanta. Los tomos son de 1975 el primero y de 1980 el segundo, lo que quiere decir que llevaban durmiendo el sueño de los justos casi, casi, una década. No me cabe la menor duda de que estaban destinados a acabar en mis manos. El destino a veces nos depara magníficos encuentros. Aún cuando abro estos tomos se me pone la carne de gallina. Acudo a ellos como el bibliófilo acude a un incunable, con respeto y casi veneración.
En la portada del Botones Sacarino éste buscaba debajo de una alfombra un centollo malabar que se le había extraviado, mientras detrás suya entraba en escena el Director con el mencionado animalito pinzado en su nariz. Chiste facilón, sin duda, e ingenuo a día de hoy, pero de gran gracia para un criajo de apenas diez años, que entonces empezaba a comprender que el mundo estaba lleno de normas y reglas que, tarde o temprano, terminarían convirtiéndolo en un peón más de la sociedad. Por ello, aquellos personajes alocados y gamberros de los tebeos constituían una magnífica válvula de escape. Ellos hacían todo lo que tú no podías hacer y, encima, los chichones tan sólo les duraban una o, a lo sumo, dos viñetas. “Avellanas a go-go”, “Aficiones de pintor”, “El pajarraco”, “Por una mano de barniz”, y un largo etcétera de ocurrentes situaciones me brindaron más de una sonrisa, cuando no infantil carcajada. El simple hecho de que al Botones Sacarino le regalaran una bocina o una caja de petardos, sí, así porque sí, suponía el desencadenante de una serie de hechos que siempre terminaban con el Director desquiciado y el Presidente, otro tanto. Si el bueno del Botones decidía ir recogiendo botellas vacías para venderlas al trapero y sacarse unas pelillas, mal; si se llevaba el hornillo al trabajo para hacerse allí la vianda, mal; si en la tómbola del barrio le tocaba de premio un gorrino –mira tú qué cosas- y lo llevaba al curro, también mal; si se disponía a preparar un bocadillo de salchichas, igualmente mal; si su tío el malabarista le regalaba un bastón, peor; y si se le desfondaba en pleno pasillo una caja de chinchetas o se disponía a dar un paseo a su centollo, pues ya, la hecatombe. Hiciera lo que hiciera el pobre botones la terminaba liando y ello, pese a ser un poco cruel, no dejaba de tener su gracia o, más bien, era en ello donde estaba la gracia.
Con la parejita de angelitos creados por Escobar pasaba tres cuartos de lo mismo. Cualquier ostentación de paciencia quedaba por los suelos ante este par de gamberretes que, como ya dije, pasarían a día de hoy por simples niños repipis del Redín. Claro, que yo entonces estudiaba en un colegio similar, así que me identificaba bastante con ellos. En el fondo, los gemelos carecían de verdadera malicia. Lo suyo eran más bien travesuras de crío, de esas que todos hemos hecho alguna vez. En un colegio actual, ambos terminarían siendo los que reciben las collejas. Lo que pasa es que, entonces, la actitud de los niños era diferente. La autoridad paterna, la del profesor, incluso la del señor cura, aún se respetaban. Hoy, quizá, Zipi y Zape acabarían perteneciendo a la generación Nini y Pantuflo y Jaimita, sin el don, internarían a los pequeños en el descafeinado Curso del 64, donde acabarían liándose con alguna niña que terminaría saliendo en la portada del Interviú. Pese a todo lo dicho, sus travesuras me divertían, y aquel tomo fue un magnífico libro de cabecera infantil para mí. Por su parte, Carpanta siempre me ha parecido entrañable y sus historias guardan una nostálgica melancolía, similar a la que me embarga cuando echan por la tele una película de Miliki y Fofito. Aunque reconozco que “los payasos de la tele” siempre me han causado cierto recelo.
A Superlópez lo conocí a través de un extracto de su aventura “La caja de Pandora” que leí en la revista Mortadelo. Después, accedí a otro extracto en la revista Superlópez. En concreto, el comienzo de la historia “En el país de los juegos, el tuerto es el rey”, que terminaría comprando en un volumen, el número 12 de la colección Superlópez, de Ediciones B. Debo reconocer que el flechazo fue absoluto y que desde entonces admiro enormemente la obra de Jan. Como ya comenté, le considero como uno de los mejores autores de cómics que existen. Aquellas páginas me hicieron sumergirme en una historia donde el habitual ritmo de viñetas frontales y páginas perfectamente cuadradas era sustituido por un ritmo de viñetas, primeros planos, planos generales, picados, contrapicados y piruetas visuales de un dinamismo frenético, acorde con la propia historia. Fue ahí donde comprendí que lejos de las planchas monótonas, cada página de un tebeo puede llegar a ser un mundo y su composición y la de las viñetas que la forman, un verdadero arte. La historia que me cautivó resulta, además, desde mi modesto punto de vista, una de las mejores de Superlópez, tanto por su argumento como por su extensión, 62 paginazas, ahí es nada. La sinopsis es, más o menos, la siguiente. El día previo a las vacaciones, Juan, Jaime y Luisa ganan un catorce en la quiniela canina, por lo que deciden irse juntos unos días, eligiendo como destino Tontecarlo, país imaginario que linda al norte con Portugal, Francia e Irán, al este con el Mar Mediterráneo, al oeste con el Océano Pacífico y al sur con Andorra. El que pueda entender algo, que entienda. Así que, felices y contentos, se dirigen a su destino, pero antes de llegar a la frontera, se ven inmersos en un atentado contra un personajillo que salva el pellejo gracias a la intervención de Superlópez. Total, que el personaje, de nombre Estefe Pillanueva Puf, resulta que también se dirige a Tontecarlo, en concreto a Tontika, su capital, por lo que les acompaña hasta allí. La principal característica de este país imaginado es que todo el mundo vive del juego en sus mil y una modalidades, algunas de lo más estrafalarias. Para muestra, basta decir que en la propia frontera del país, los agentes de aduana proponen a Juan, Jaime y Luisa jugarse unos cuartos a encontrar la bolita bajo tres cáscaras de coco, vamos, lo que se conoce por el timo de los trileros, y les cuesta la broma unos 170 trankos, moneda tontecarlesca, que al cambio supone un par de mariscadas a orillas del mar. Una vez allí, las cosas transcurren en plan turístico, pero Superlópez repara gracias a los informativos que Pillanueva Puf ha desaparecido y que está acusado de asociación ilegal. La realidad es que lo que pretende el tal Pillanueva es crear empresas de trabajo, algo que allí es poco menos que sacrilegio, dada la particular forma de vida tontecarlesca. Para empeorar las cosas, el primer ministro, Refuller D´Abastos, y el rey, Akitespero I, están detrás del complot contra el osado empresario. Secuestros, extorsiones, amenazas, y una huelga de niños que quieren trabajar y dejarse de tanta apuesta, así como una contra-huelga de los padres de aquellos que, en defensa de la identidad tonteska, desean continuar jugándose los cuartos, jalonan esta buena aventura.
Tras esta historia leí otras de Superlópez, algunas de prestado, otras adquiridas por mí. En “El señor de los chupetes”, asistimos a una curiosa versión del clásico de Tolkien, donde el superhéroe tiene que hacerse con el “gran chupete único para someter a los seis chupetes negros, y, en las tinieblas, someterlos a todos bajo el poder de Tchupón, el señor de los chupetes”. En “Al centro de la tierra”, Jan versiona la novela de Verne, y en ella resulta que Jaime es biznieto de Axel, sobrino a su vez del profesor Lidenbrock, que llegó al fondo de la tierra y, ante el cierre de la editorial en la que trabajan los tres, propone a Juan y a Luisa descender el volcán islandés Sneffels y adentrarse en las entrañas de la tierra en busca de piedras preciosas. Claro, que a día de hoy, con la que está liando el impronunciable volcán islandés, ni Superlópez habría podido cruzar los aires. Otras historias interesantes que he leído con el tiempo han sido “La caja de Pandora”, “Los cerditos de Camprodón”, “Periplo Búlgaro”, “Hotel pánico”, “La aventura está en la esquina” y alguna que otra más, todas ellas totalmente recomendables para pasar muchos momentos agradables. Un genio, este Jan, que ha publicado muchas más cosas, sin duda: Pulgarcito, Los maravillosos viajes de Lucas y Silvio, el aventurero Tadeo Jones o la sugerente Laszivia.
Reconozco que nunca he tenido un tomo de Super Humor, pero sí he leído varios gracias a algún generoso amigo. De la colección Tope Guai compré algunos títulos, como la historia de Mirlowe y Violeta, “Vampiros
También del Garibolo Especial me hice con dos aventuras de Paco Tecla y Lafayett: “El caso de los juguetes diabólicos” y “Bebitos como bidones”. En la primera, los dos agentes secretos de “
En cuanto a Mortadelo y Filemón, qué voy a contar de ellos. Pues que han sido y son para mí –y también seguirán siendo- el referente del cómic de mi infancia. Todos hemos querido ser Mortadelo alguna vez, eso seguro, aunque con pelo y algo más atractivos. Esos dos personajes que empezaron en la agencia de información; ese Mortadelo ataviado con bombín y paraguas, que después luciría con orgullo su alopecia; el siempre malhumorado y apaleado Filemón; el Super, que haga lo que haga termina negro; el profesor Bacterio y sus imposibles ocurrencias; la cándida Ofelia y la delicada Irma; y otros tantos personajes varios que completan la particular fauna de Ibáñez, han formado parte siempre de mi particular universo imaginario. Recuerdo haber visto en mi infancia una serie o película de dibujos animados bastante fiel al original que fue producida por los Estudios Vara en el 69. En una de las historias, los agentes tenían que ir a capturar a un vampiro a un castillo, que resultaba ser un aldeano convertido en nosferatu por una maldición que tenía el vino como causa principal. Me parece que era así, o igual es que el que se había tomado el vino era yo. También había otra, titulada “Un par de Impostores” cuyo enlace es este: http://www.youtube.com/watch?v=nWc9BpOwmU4
Después, creo que se hizo una nueva serie de dibujos animados que se echó por televisión, en Antena 3, me parece. De las aventuras de los dos agentes, recuerdo con especial agrado la titulada Lo que el viento se dejó. Después leí otras del tipo Hay un traidor en
En fin, tebeos, tebeos y más tebeos. Por aquellos años, todas las noches me acostaba arropado por estos y otros personajes, leyendo una y otra vez aquellas revistas cuyas páginas se asemejaban cada vez más a papelillos de liar. Mis padres miraban extrañados a aquel niño introvertido que se pasaba las horas del día en su cuarto, leyendo y releyendo no se sabe muy bien el qué. El dibujito que publico es un homenajea a aquellos tiempos. No están todos los que son, pero sí son todos los que están o, al menos, se les parecen algo.
Iñaki
Hola, estube leyendo tu blog y me gustó. Te invito a que pases por el mío, el cual estoy construyendo de a poco, dónde te puedes descargar las revistas Garibolo escaneadas.
ResponderEliminarAcá está la dirección: www.revistagaribolo.blogspot.com
Saludos.
¡Qué bueno tu blog! Me encanta tu idea que además es muy generosa. Ánimo y gracias por pasarte por Tebeofilandia.
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